Requiem

Crecí gritando niñerías junto a los poemas de mi papá. Él siempre les sonrió a mis niñerías como un buda y las abrazó cariñosamente. Les hizo cosquillas en los pies, les leyó increíbles historias por las noches, les construyó escondites de cartón para que jugaran. “En esta casa juega la alegría” decía en la entrada de la casita que me hizo con la caja de una lavadora (para mí era un portal, una casa en el árbol, donde el árbol eran esos brazos de papá roble-apache).

Con el paso de los años, me fue mostrando cómo la poesía, generosa, crecía en todas partes. En sus discos de Chico Buarque, Bob Dylan y los Rolling, en las flores que crecen secretas entre las grietas del pavimento, en la risa de mi mamá, en el ruido que hacían las pantuflas de mi abuela al caminar, en los cantos que claman justicia. Pero, principalmente, la veía crecer todo el tiempo entre sus dedos, bajo su sombrero negro, entre sus pestañas, entre los compartimentos de su mochila. 

Papá me fue mostrando mis libros más queridos. El tapiz de mi casa siempre fue y sigue siendo un mar de libros. Los mejores de ellos están amorosamente escoliados con su letra. Nuestra casa y su casa fueron siempre bibliotecas ordenadas por secciones de sus grandes temas: literatura de china y japón, poesía beat, poesía latinoamericana, poesía francesa, teatro, historia, filosofía, historia del arte… los libros de su biblioteca prometían no acabarse nunca (y hasta ahora han cumplido bien esa promesa).

Con frecuencia le decía a mi padre “cuéntame un recuerdo tuyo” y él me relataba historias de otras vidas (hablaba de varias vidas, como las de un gato). Y me hablaba de aquella vez que en uno de sus performances infrarrealistas irrumpieron en una lectura de poesía de Octavio Paz, o de cómo junto con sus amigos crearon la brigada Marilyn Monroe en el 68, y sobrevivieron a las balas después en Tlatelolco, y tuvieron que esconderse un tiempo en el Istmo de Tehuantepec. Me habló de su niñez en la frontera, del pocillo donde mi abuela calentaba la leche, sobre su encuentro con la víbora nauyaca. Me habló de su presentación con el Sipiáame Osé Mereílo (José Hermenegildo), el significado de las cuentas de sus collares, sus viajes mochila al hombro, sobre los tiempos en los que escribió su Híkuri. Me contó, también sobre sus días en California, sobre sus encuentros con Herbert Marcuse, los conciertos de los Doors en Tijuana. Me habló de anarquismo, sobre el amor y la danza, la poesía y el performance, la amistad y el gozo, la obstinación de nunca dejar de abrazar lo subversivo, y el orgullo de estar fuera del mainstream, como un loco. 

Sus historias las he escuchado y leído cientos de veces cada una, tanto de su propia voz y pluma como en voces de otros, en presídiums y prólogos. Y no me canso de leerlas y escucharlas nuevamente. Pienso que soy privilegiada de que aún haya tantos videos y grabaciones de entrevistas de mi papá leyendo sus poemas, puedo cerrar los ojos y pretender que me cuenta sus historias y me lee desde el otro lado de la mesa. Aún puedo ver a sus anécdotas, cómo solían colgarse suaves de las canas de sus barbas y enramadas se encadenaban de maneras misteriosas para, tarde o temprano, llegar al punto.

Y habiendo escuchado todas estas historias, yo lo único que sé de José Vicente Anaya, es que él era la persona que yo amaba más en este mundo, y que hoy más me hace falta.

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